Una de mis obsesiones es el uso de un lenguaje comprensible, claro y sencillo. La claridad es necesaria si quien escribe es quien actúa en nombre de una organización empresarial, política, cultural o deportiva o de la naturaleza que sea, pero se convierte en una obligación si el sujeto es una Administración. Una obligación y un derecho, el derecho de los ciudadanos a entender qué demonios nos quieren decir nuestros representantes públicos cuando se dirigen a nosotros en sus escritos.
Todos podemos poner ejemplos de procedimientos administrativos, expedientes y notificaciones, sentencias o resultados médicos cuya redacción es incomprensible para nuestras entendederas. Y no porque nuestras neuronas no den para mucho, sjno porque estos documentos están redactados con el estilo ingobernable de un aficionado a los holocaustos gramaticales y a los genocidios ortográficos, de alguien que se cree que está esculpiendo la piedra Rosetta cada vez que se pone delante de un teclado.
Estos reyes de la pomposidad confunden la complejidad con la oscuridad y la riqueza verbal con el lenguaje florido y ripioso. Y no demuestran ser herederos naturales de Lázaro Carreter a los que se les ha reservado una silla perpetua en la Real Academia de la Lengua Española, sino filibusteros de la palabra que no le guardan el respeto debido a las personas a quienes se dirigen.
Ya no se trata en este punto de escribir más o menos bien, sino de sentarse delante del papel o del ordenador con el afán y el interés honesto de escribir de tal modo que la persona a la que va dirigida tu mensaje entienda con claridad qué es lo que quieres expresar. Se lo debes a él, pero también te lo debes a ti, que tienes que entender que escribir bien es una buena inversión.
¿Por qué?
En primer lugar, porque así se transmite la imagen de que eres una persona que sabe qué se trae entre manos y que es capaz de sintetizar su mensaje para que les llegue a los demás. Un profesional, en suma, que capta bien el mensaje de su organización.
Y en segundo lugar, porque cuando adoptas el hábito de mimar la sintaxis y pensar en quien tienes enfrente, desarrollas, además de tu capacidad para la articulación de los mensajes y la ordenación de las ideas, la facultad de cultivar una empatía que te permitirá mejorar las relaciones profesionales con tu entorno y generar más confianza hacia ti.
Y si con eso no te basta, quédate con lo más importante: al menos, habrás tratado a quien tienes enfrente con la educación que se merece. Y eso se queda para ti.