El rey emérito se plantea volver a España. Después de catorce meses de retiro más o menos forzado en Abu Dabi, quiere dejar atrás las vistas de la Península Arábiga y regresar a las de la Península Ibérica. La Fiscalía del Tribunal Supremo prepara el cierre de las tres investigaciones abiertas contra él y él prepara las maletas para cambiar los resort deluxe de sus hermanos árabes por los hoteles y palacetes de Madrid, Mallorca, Sanxenxo y lo que toque.
Don Juan Carlos quizás salga indemne de su conducta distraída, pero que sus acciones no conlleven un castigo tipificado como delito por el Código Penal no le eximen de su responsabilidad ética.
El emérito se libra de estas causas por tres razones: porque no se le puede juzgar por lo que hizo antes de 2014 por el carácter inviolable de la figura del monarca en activo, por la prescripción de otros de sus presuntos delitos y, por último, porque ha hecho dos regularizaciones fiscales que le libran de pagar por sus ‘olvidos’ con la Hacienda española.
Los populismos de salón a la hora de enjuiciar esta instrucción sobran aquí. La Fiscalía ha actuado conforme a ley, que es lo que corresponde en una sociedad avanzada como la nuestra, y los abogados de don Juan Carlos han trazado una estrategia que ha permitido que el ex monarca se libre de pagar por unas actuaciones que sí son moralmente reprobables, sobre todo si han sido cometidas por quien ha ostentado la máxima representación institucional del Estado durante casi cuarenta años.

El emérito esquiva la justicia, pero es difícil que esquive el reproche moral de los ciudadanos de este país. Si la mujer del César tenía que parecer honrada y parecerlo, el marido de la reina de España también tenía que ser honrado y parecerlo. Y en sus últimos años, ni lo ha parecido ni parece que lo haya sido.
Don Juan Carlos se pasó su vida laboral dándole razones a sus conciudadanos para que elogiaran su extraordinario papel en la defensa de una monarquía parlamentaria a la altura de las mejores democracias del mundo. Ahora lleva siete años de jubilado la empeñado en desmontar su imagen y presentándose como un presunto gañán que no dejaba ocasión de pillar una comisión.
Las preguntas surgen solas: ¿Por qué esta actitud de Juan Carlos I? ¿Por qué esta vida de presunto comisionista cinco estrellas cuando ya se tenía todo lo que materialmente podría querer una persona? ¿Por qué esta obsesión por amasar una fortuna por caminos que no hay quien justifique? Es un misterio.
Quizás la respuesta esté en la misma condición humana, pero a estas alturas del embrollo, casi que da igual. Los hechos son los que son y hay que manejarse con la realidad de lo que estamos viviendo y no con la que nos gustaría que estuviera sucediendo. En el tramo final de su trayectoria, el rey emérito ha dilapidado su reputación como otros han dilapidado sus fortunas. Y lo ha hecho por la vía rápida.
El epílogo de su servicio al Estado es triste pero inevitable. Y, en cualquier caso, no debe emborronar todo lo demás. Don Juan Carlos pasará a la historia de España como uno de los artífices más importantes de un sistema, el de la Constitución de 1978, que, pese a los populistas y radicales de todo pelaje que tanto la detestan, ha aportado a este país las décadas de mayor prosperidad, riqueza y avances en derechos y libertades civiles de su historia reciente. Y eso no hay quien se lo pueda quitar. Ni nadie desde fuera ni él mismo con su conducta.
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JuanPerro dice:
Él pasará a la historia como muchos otros de su mismo apellido antes que él, no como unos golfos corruptos, puteros, descerebrados, incestuosos e irresponsables de dudosa aptitud y reprochable actitud, sino como unos salvapatrias. Porque la suerte para él y gente como él es que la historia además de poder reescribirse, se olvida. Y creo que a él, su reputación, sinceramente se la trae al pairo.